Retrocedamos hasta el 9 de Noviembre de 1895 para visitar un pequeño laboratorio de la Universidad de Wurzburgo, a orillas de río Meno en el corazón de Alemania. Ahí, el físico aleman Wilhelm Röntgen lleva varios meses estudiando los efectos del paso de una corriente eléctrica a través de un tubo lleno de gas a baja presión. Dicho así suena como una manera extraña de pasar el tiempo, pero por aquel entonces hacía sólo 20 años que se habían construido los primeros tubos de descarga y sus extrañas propiedades habían llamado la atención de muchos investigadores.
Era fácil. Se extraía la mayor parte del aire de un tubo de cristal (dejándolo en condiciones de vacío parcial) y se aplicaba una gran diferencia de potencial entre los electrodos de los extremos del tubo. Dicho potencial era capaz de ionizar las moléculas del gas, de manera que se producía una corriente eléctrica de electrones a través del tubo.
¿Y qué tenía esto de interesante? Pues que mientras se aplicaba el potencial el tubo emitía luz, con colores distintos en función del tipo de gas que lo llenara.
Así que ahí tenemos a Röntgen, dispuesto a estudiar detenidamente el funcionamiento de varios tipos de tubos de descarga. Para realizar un experimento ha cubierto un par de tubos con cartulina negra, de manera que la luz generada en su interior no pueda escapar. Pero no está seguro de si el grosor de la cartulina será suficiente, así que apaga la luz del laboratorio. En esa tenue oscuridad activa la fuente que genera la diferencia de potencial entre los extremos del tubo y comprueba que aún escapa un poco de luz verdosa a través de la cartulina. No es un gran problema, sólo tiene que sustituirlas por unas cartulinas más gruesas. Se gira para ir a buscarlas, pero algo llama su atención desde una esquina de la habitación. Se acerca lentamente. Al llegar descubre un tenue brillo amarillento junto a una de las paredes. Rebusca en sus bolsillos hasta que encuentra una caja de cerillas. Prende una y la acerca tembloroso a la pared, para descubrir que el brillo proviene de una placa cubierta con una capa de platino-cianuro de bario que guardaba para sus experimentos.
¿Qué diablos…? Röntgen se dirige de nuevo a la mesa de experimentos y apaga la fuente de potencia. La corriente eléctrica deja de fluir por el tubo e, inmediatamente, el brillo amarillento junto a la pared desaparece. Vuelve a hacer la prueba un par de veces más hasta que se convence de la relación entre los dos fenómenos. Pero no encuentra ninguna explicación. ¿Cómo puede ser que lo que sucede en el interior del tubo cubierto con cartulina pueda afectar a una placa a varios metros de distancia?
Después de realizar varios tests Röntgen empieza a sospechar que algún tipo de rayo proveniente de los tubos de descarga es el responsable de excitar el material que recubre la placa. Algo completamente nuevo acaba de revelarse frente a sus ojos por un golpe del azar. Emocionado, pasa dos semanas encerrado en su laboratorio. Fuera llueve y hace frío, pero él ni siquiera se da cuenta. Se dedica día y noche a estudiar las propiedades de esos nuevos rayos, a los que llama “rayos X” por su extraña naturaleza. Duerme ahí mismo y come algo cuando le obligan.
A las dos semanas del descubrimiento, Röntgen le pregunta a su mujer, Anna Bertha, si puede posar para él. Le pide que coloque la mano delante de una placa fotográfica y que intente no moverla. Ella aguanta lo más quieta posible, con la luz apagada y el tubo de descarga zumbando. Ninguno de los dos lo sospechaba, pero su cuerpo estaba siendo atravesado por un tipo de radiación electromagnética altamente energética y dañina.
La imagen que apareció en la placa ha pasado a la historia como la primera fotografía de rayos X. En ella se pueden distinguir perfectamente los huesos de la mano de Anna y su anillo de casada. Al verla, la mujer de Röntgen exclamó: “He visto mi muerte.”
El descubrimiento de los rayos X transformó la medicina en muy pocos años. Poco después de que Röntgen publicara sus resultados se abrió el primer grupo médico especializado en radiología en el Hospital de Glasgow y ahí se realizaron las primeras imagenes de piedras en el riñón y de una moneda atascada en la garganta de un niño.
Los rayos X han sido también importantes en muchos otros desarrollos tecnológicos tales como la difracción de rayos X en cristalografía o el estudio de defectos internos en estructuras.
La importancia del descubrimiento de Röntgen le llevó a ganar el Premio Nobel de Física el año 1901, “en reconocimiento por los extraordinarios servicios prestados mediante el descubrimiento de los remarcables rayos X.” Él donó todo el dinero del premio a su universidad y, igual que hicieron el matrimonio Curie, se negó a patentar su descubrimiento para que la humanidad se pudiera beneficiar de sus aplicaciones.
Más de 100 años después del descubrimiento de Röntgen, un físico médico holandés llamado Gerrit Kemerink encontró una antigua máquina de rayos X muy parecida a la que se usó para fotografiar la mano de Anna Bertha. Kemerink la usó para hacer una fotografía similar y determinó que para realizarla se debía usar una cantidad de radiación 1.500 veces superior a la que se considera segura hoy en día, lo que explica porqué mucha gente que fue fotografiada con rayos X en esos primeros años sufrieron quemaduras y pérdida de cabello.
Del uso de dicha máquina se pudo deducir también que muchas de esas primeras fotografías requerían que el paciente estuviera hasta 90 minutos quieto recibiendo la radiación. ¡La verdad, no puedo imaginarme cómo alguien puede estar una hora y media quieto!
Así que cada vez que veáis una placa de rayos X, recordad que un físico llamado Wilhelm Röntgen logró un gran descubrimiento gracias a un golpe de fortuna. Pero no os olvidéis de su mujer, Anna Bertha, quien posó por más de una hora con su mano inmóvil bombardeada por una ingente cantidad de unos desconocidos rayos X.
¡Viva la física!